Sofía Baranda

  • La familia Baranda, 1965

Nací en el año 1962, la sexta hija de 10 hermanos, cinco mujeres y cinco hombres. Mi padre es un arquitecto.  Mi madre alcanzó a estudiar un año en la universidad, pero el cuidado de una hermana suya y luego el matrimonio y los hijos, la llevaron a dedicarse exclusivamente a nosotros.  Mis abuelos por ambos lados son españoles que emigraron a Chile durante la crisis económica de los años 1920. 

La formación que recibí en mi infancia y adolescencia estuvo marcada por la relación con tantos hermanos, además de los primos y los hijos de las amistades de mis padres. También por el interés de mis padres por vivir su fe cristiana en sus propias vidas y como familia. Cuando hice la primera comunión, a los 8 años, recibí el Nuevo Testamento como regalo de mis padres.  Desde entonces el Evangelio pasó a ser un alimento diario necesario para mí.  

Estuve en un colegio de religiosas ursulinas durante toda mi formación primaria y secundaria.   Conservo de esos años mi encuentro con María. Conocí a esa mujer profunda y sencilla, que, sensible a los pequeños y hambrientos de su pueblo, esperó, confió, escuchó, creyó y se entregó al plan de Dios de Liberación y Vida para todos los hombres y mujeres. Sus palabras: “hágase en mí” resonaron hondamente en mí durante mi adolescencia.

En Chile vivíamos con mucha intensidad los acontecimientos políticos.  Teníamos una democracia muy activa. En mi familia y con mis compañeras de colegio se discutían los acontecimientos y las decisiones que los gobiernos promovían. El golpe militar del año 1973 y los casi 20 años de dictadura que siguieron , la violación a los derechos humanos, las injusticias y la realidad de la pobreza extrema, fueron parte del contexto que me formó y marcó, desde el que sentí que Dios me enseñaba y llamaba.  

Influyeron, sin lugar a dudas, todos estos factores en mi búsqueda de Dios, de sentido de la vida y de los valores con los que  construir mi proyecto de vida.  El privilegio de tener cariño, educación, salud y oportunidades y tantas ayudas para crecer y disfrutar de la vida, me invitaban a ser generosa y abrirme a las necesidades de los demás, de mi país y de la Iglesia para escuchar lo que Dios quería de mi vida.

A los 17 años encontré una comunidad cristiana de jóvenes que me acompañó en estas búsquedas. El estudio de Trabajo Social me puso en contacto con las vidas de jóvenes, hombres y mujeres pobres y postergados.  Se fue poniendo, poco a poco, el fundamento de mi vida en estas dos caras de una misma experiencia: Dios y los pobres.  El evangelio, especialmente las Bienaventuranzas, me llegaba como un llamado a anunciar a los pobres esa cercanía de Dios que les consolaría en medio de tanto sufrimiento por las carencias, el abandono, la violencia y la represión que se vivía esos años en Chile y en casi toda América Latina.

Estudié dos años en la universidad y durante una experiencia viviendo un par de semanas en una comunidad de mapuches (etnia indígena), se confirmó en mí el proyecto de vivir en un barrio pobre, compartir mi fe con la gente sencilla y trabajar para la Iglesia.  Este deseo no se identificaba, en un comienzo, con la Vida Religiosa. No conocía religiosas viviendo insertas entre los pobres.  Por medio de mi acompañante conocí una comunidad del Sagrado Corazón que vivía en un barrio muy marginal. Me sentí atraída por el estilo de vida sencillo en medio de la gente, asemejándose a ellos, y por la espiritualidad tan encarnada del Corazón de Jesús, compasivo y humilde, que expresaba la Buena Noticia que las religiosas sembraban a su alrededor.  

Las comunidades del Sagrado Corazón estaban insertas en lugares y pueblos vulnerables y la misión centrada en el acompañamiento de las comunidades de base, la formación en la fe, el trabajo con jóvenes y la promoción de mujeres.  Conocí muchas RSCJ que vivían muy radicalmente la opción por ser formadoras de personas, sanando heridas, mostrando el amor de Dios, construyendo relaciones y comunidades, alentando la solución organizada de sus problemas, solidarizando con los gozos y los dolores de sus vecinos.

Entré a la Sociedad del Sagrado Corazón en agosto de 1982.  Tuvimos una maestra de novicias, Bernardita Prieto,  que me marcó y que murió muy pronto. Me enseñó a ponerme con toda mi verdad delante de Jesús, me ayudó a comprender su corazón de hombre lleno de humildad y compasión, me mostró la riqueza de la vida con Él y la alegría de hacerse cada vez más pobre con Él y para Él.

Después del noviciado volví a la universidad a terminar la carrera de Trabajo Social. Viví en una inserción en Santiago donde hicimos un trabajo muy bonito con los jóvenes de la calle organizando un espacio de biblioteca y talleres de arte para ellos.  En 1989 me fui al norte, al desierto, Copiapó, donde pude trabajar con mujeres muy postergadas, grupos de solidaridad y organizaciones de ayuda mutua, en un proyecto de viviendas para gente sin casa y en pastoral juvenil. La vida en comunidad era sencilla, cada día todas nos repartíamos por el barrio visitando familias, acompañando comunidades y compartiendo la vida de la gente del lugar. Los copiapinos me enseñaron lo que era ser RSCJ y fueron mis grandes formadores en la etapa de profesa de votos temporales. Conservo muchas amistades de esos años

En 1993, antes de la probación, hice la experiencia internacional en Egipto.  Fue un regalo para entrar más profundamente en el misterio de la encarnación. La vida de las RSCJ su servicio, sus comunidades, la Iglesia Copta, los niños y los enfermos, todo me abrió el corazón a un mundo de pobreza y de Iglesia donde el Evangelio se revelaba con toda su radicalidad: “No temas pequeño rebaño que el Padre ha querido darles a ustedes el Reino…” Son palabras muy reales en un lugar donde muchos cristianos vivían la  persecución y el martirio.

Comencé  en esos años, una relación nueva con Sofía Barat, luego también con Filipina Duchesne y con Ana du Rousier. Me fui encontrando con ellas en su experiencia como mujeres de su tiempo, con el valor, la lucidez, el amor, la fe y la valentía que las movilizó a pensar en el mundo, despojarse de todo, afrontar conflictos y tantas exigencias en las relaciones, la misión y el propio crecimiento personal.  Ellas, y otras RSCJ, me han acompañado fielmente en diferentes etapas de mi vida.

Hice mi profesión perpetua el 6 junio de 1994, junto con otras 26 rscj.  Nuestro nombre  es “Unión de corazones en la diversidad de culturas”. Nuestra divisa: “Con la fuerza que hay en ti, ve, yo te envío” (Jueces 6,14).

Después de la probación se me regalaron dos años de estudio de teología espiritual. Los hice en Madrid y disfruté la lectura y el compartir la vida con otras estudiantes, jóvenes que venían a estudiar a Madrid y vivían en la residencia de Chamartín.  Al regresar a Chile fui enviada a Talca, a una comunidad inserta desde la que trabajé con jóvenes en la parroquia, en  alfabetización de adultos  y en una hospedería para gente de la calle.  Volví a  hacerme parte de esta realidad, de la vida de hombres y mujeres atravesados por tantos dolores y llenos de una esperanza y alegría tan honda e inquebrantable.

Después de dos años tuve que hacer el sacrificio de abandonar esa comunidad y ese trabajo para ir a una comunidad más al sur a reemplazar a una hermana en el trabajo en un colegio nuestro. Era una urgencia y el reemplazo duró 11 años.  Vivimos en un barrio muy sencillo y salimos cada día a trabajar al colegio.  Mi desafío era cómo vivir desde una institución mi profesión como trabajadora social y mi deseo de estar entre los más pobres.  Las familias del colegio eran sencillas, algunas muy pobres también, y poco a poco fueron surgiendo proyectos muy bonitos para acercarnos a los más excluidos y compartir con ellos lo que teníamos: una taza de café por la noche, cambiar el techo de una casa para que no entrara la lluvia en invierno, organizar vacaciones para niños, visitar familias que viven solas en los campos alejados.  Fueron años de mucha vida,  siempre yendo más allá tratando de alcanzar a los más olvidados.  Mi vocación se expandió con los deseos y el impulso de esas jóvenes del colegio.

Esos años fueron exigentes, debía además responder a necesidades de  la provincia a través de distintos servicios en el Equipo de Gobierno y en la Formación Inicial.  El 2009 me pidieron el servicio de provincial que traté de vivir lo mejor que puede poniéndome al servicio de las RSCJ de mi provincia. Admiré siempre la confianza que pusieron en mí y la riqueza de la vida de cada una, su vocación y su entrega a la gente en cada lugar donde estábamos presente. 

En el 2015, llegué de nuevo a la probación, a Villa Lante en Roma, para acompañar a nuevas RSCJ. Me siento como una hermana que hace una parte del camino con otra, para ayudarle a “abrazar su humanidad y a cuidar y alentar su vocación” (Desplegar la Vida).

Me siguen iluminando estas palabras de Sofía Barat a Filipina desde Niort en Diciembre de 1811:

¿De dónde viene que hagamos tan poco por nuestro Dios? Creo que nos equivocamos y que alimentamos una ilusión muy peligrosa sin casi darnos cuenta. Pensamos en grandes proyectos: abrazar trabajos inmensos, desear cosas extraordinarias…

¿No sería mejor hacer como el comerciante, cuyos medios no responden a los proyectos  que  había  concebido de  lograr  fortuna?  No se  desanima, se decide a hacer en pequeño lo que no puede hacer en grande: Trabaja más asiduamente, hace menos gastos, y con esas precauciones amontona grandes riquezas, e incluso más seguras que por el primer camino, en el que corría el riesgo de tener grandes pérdidas. 

Este es nuestro modelo para las cosas espirituales…

Pido a Nuestro Señor, hija, que encienda esta luz viva a tu corazón: Aprovéchalo todo, para adelantar en la virtud.

    Tu Madre.     SOFÍA BARAT.

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