La Amistad de Sabiduría y Soledad

  • "El encuentro de dos santos" que pintó Anne Davidson rscj muestra la profunda amistad de Filipina Duchesne y Magdalena Sofía Barat.
  • La reunión en 1804 de Magdalena Sofía Barat y Filipina Duchesne en el Convento de la Visitación en Grenoble, Francia se ilustra en este icono creado por Anne Davidson rscj. Se cuelga en la entrada del edificio de 1835 de la Academia del Sagrado Corazón en St Charles.
Erase una vez, hace mucho tiempo y al otro lado del mar, una mujer cuyo nombre era Sabiduría. Fiel a su nombre, había crecido sabia más allá de lo que aparentaban sus años, porque había nacido del Fuego. Dado que esta mujer sacaba vida del Fuego continuamente, su cara y su corazón tenían un resplandor que calentaba a cualquier persona que la conocía.
 
Un día, un amigo vino a ver a Sabiduría con un mensaje. Le dijo que en la cumbre de una montaña cubierta de nieve, a muchos días de viaje de distancia, en el último confín del reino, alguien estaba esperándola. 
 
La gente de la cumbre de la montaña despreciaba  a La que Espera.  Decían que era muy tonta, una soñadora de sueños. Extraña. Todos sabían que había malgastado la fortuna de la familia comprando una vieja casa llena de grietas. Ella soñaba con reavivar un hogar en esa casa, pero las que venían a compartir su sueño con ella se marchaban en seguida. La gente del pueblo murmuraba que la Soñadora se merecía su destino. ¿Quién podría vivir con ella? La llamaban “La Solitaria”. 
 
La Solitaria se mantuvo en la vieja mansión llena de corrientes de aire, esperando contra toda esperanza que se deshiciera la nieve de las montañas, que viniera la Primavera. Una tarde de Diciembre terriblemente fría, el Viento soplaba a lo largo de los pasillos desnudos de la vieja casa de la montaña con un suspiro solitario. La Solitaria suspiró con el viento, “Cuánto más tengo que esperar”? Se había convertido en su estribillo. Pero lo cantaba con vigor contra el Viento, y esperaba contra toda esperanza. 
 
Ese mismo día sucedió algo maravilloso. Un carruaje se detuvo delante de la mansión. La vieja puerta de roble resonó con un llamar suave pero persistente. La Solitaria abrió la puerta y una mujer joven cruzó el umbral. Era delgada, pero llena de vida, con un brillo, una presteza, como un fuego alegre ardiendo en la chimenea. La Solitaria lloró de alegría. Cayó a los pies de la joven Sabiduría, y se los besó. 
 
“Qué hermosos son sobre los montes los pies de aquellos que traen oleadas de paz!”, exclamó. De repente, aunque el Viento seguía aullando a través de la vieja casa, el lugar se llenó de la luz ambarina del sol. 
 
Pasaron los años. La Solitaria, calentada por el mismo Fuego que la joven Sabiduría, empezó a crecer en sabiduría también. Y continuó soñando grandes sueños. Ahora que la cumbre de su montaña se había vuelto un fogón brillante de nuevo, soñó con la gente del otro lado del mar que la llamaban en la voz del Viento. De hecho, soñó con gente de todo el mundo, y noche tras noche, escuchó sus gritos. 
 
La joven Sabiduría escuchó con ternura y con frecuencia los sueños de Soledad, porque ella también los compartía. Bendijo a la Soñadora, sonrió, y dijo, “Todavía no. Cuando sea el tiempo adecuado, lo sabremos. Lo veremos en la luz del Fuego. Por ahora, debes esperar”. 
 
Así que, una vez más, Soledad esperó. NO siempre esperaba con paciencia. Pero le importaba mucho también el  sueño que tenía delante, en la propia casa. Era la primera en levantarse por la mañana, y la última en retirarse por la noche, y todo el día hacía todo lo posible para mantener y cuidar el Fuego. Pero por la noche era libre. Su corazón hacía largos viajes, y con la ayuda del Viento, extendía el Fuego a todos los rincones de la tierra. 
 
Otro misterio, parecido a este, empezó a producirse en el corazón amoroso de Soledad. Cuanto más aprendía de Sabiduría, más se llenaba el corazón de Soledad de gente. Después de unos años, había miles. A alguna gente la había conocido en persona. Pero a la mayoría solo los había conocido a la luz del Fuego que le quemaba por dentro. La llama se había hecho tan fuerte que continuaba rogando a Sabiduría que la dejase marchar a las tierras de sus sueños, que iba a morirse de tanto esperar. Cantaba una y otra vez al viento: ¿”Cuánto más tengo que esperar”? Finalmente, un día, Sabiduría concedió a su amiga su deseo. La bendijo con una bendición fuerte y preciosa -  la misma que se le otorga al incienso. “Que seas bendita por Aquel en cuyo honor vas a consumirte”.
 
Esta bendición entró muy hondo en el corazón de Soledad. Para cuando ella y sus amigas llevaron el Fuego al otro lado del Océano en un desvencijado bote, ya se sentía un poco vieja. Cinco años después, se sintió anciana. Escribió a Sabiduría, “Mi pelo es gris, no tengo dientes, y mis manos están encallecidas por el tiempo y el trabajo”. Pero más todavía, Soledad pareció volverse más y más pobre con la edad. La mayoría de sus maravillosos sueños estaban rotos sin remedio. No era fácil, aquélla tierra más allá del mar.
 
Otra vez pasaron los años y se volvió vieja  y cansada y paciente. Su corazón anhelaba una palabra de Sabiduría, su amiga, pero la voz del Viento estaba callada. Se sintió abandonada e inútil. Pero aún, en los días de Primavera, un sueño se agitaba en su corazón, un sueño como un ascua encendida casi cubierta de cenizas. La gente que le atraía desde el otro lado del mar seguía llamándola todavía. Iría otra vez a su encuentro, una vez más antes de morir. 
 
El viaje era largo y casi termina con ella. No podía hablar a aquéllos que amaba. Así que pasaba sus días delante del Gran Fuego, y calentaba a todos ellos con la Llama con que ella misma se consumía. Y veían el Fuego en sus ojos cuando ella les miraba. Y sentían el Fuego en sus viejas manos temblorosas cuando bendecía a sus niños. Y miraban el Fuego resplandecer en ella  mientras iba y venía de aquí para allá. Y supieron que ella no era realmente solitaria, porque ellos mismos, y muchos más, eran todos sus hijos.
 
De modo que esas gentes dieron a Soledad un nombre nuevo. La llamaron “La Mujer que Siempre Reza.” Sabían que ella estaba bendecida por el mismo Fuego que la consumía, así como que ellos mismos eran alcanzados por el mismo Fuego. 
 
Un día, al final de su viaje, Soledad emitió su último suspiro. El Viento de las llanuras recogió su aliento. Y cantó de gozo en los robles de muchas tierras, encendiendo el fuego una y otra vez. Incluso hasta hoy mismo.
 
Rose Marie Quilter rscj
1 de julio 1987
 

Republicado y traducido con permiso de tanto la autora como rscj.org