PENTECOSTÉS: Una Conferencia de Santa Magdalena Sofía Barat

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Vigilia de Pentecostés, 30 Mayo 1857

Todos los misterios de la vida y muerte de Nuestro Señor Jesucristo se habían realizado; Él había fortalecido en la fe, durante cuarenta días, a esta Iglesia naciente, dejándole la seguridad de quedarse con ella hasta la consumación de los siglos.  ¿Qué faltaba entonces, mis buenas Madres e Hijas?  Una cosa esencial para animar y afirmar una fe todavía tímida y vacilante: la presencia del divino Espíritu; de este Espíritu de fuerza que debía vencer esa timidez de la que habla el Evangelio: “Las puertas estaban cerradas por temor a los judíos”; ese Espíritu de verdad y de luz que aclarando su inteligencia, debía iniciar también en las verdades de Fe, a esa muchedumbre que de todos los países habían acudido a Jerusalén.

Noten, mis queridas Madres e Hijas, el cambio admirable realizado en los Apóstoles. San Pedro, que hasta ese momento se había mantenido escondido; que había renegado de su Maestro ante la palabra de una sirvienta; él cuyo lenguaje tan incorrecto había hecho que lo reconozcan por su jerga galilea; y bien, a penas recibió el Espíritu Santo, ya no fue la misma persona; habla con seguridad a una multitud inmensa, convirtió tres mil personas con su primer discurso y cinco mil con el segundo. Y noten también la acción del Espíritu Santo en el alma de los nuevos cristianos.  Ellos reconocen su enorme ingratitud hacia Jesús, a quien han crucificado, comprenden sus grandes faltas del pasado y lejos de abatirse o desanimarse, piden con sencillez y humildad: “¿Qué podemos hacer?” palabras cortas, pero que son la verdadera expresión de la buena voluntad.

Mañana se nos dará también este mismo Espíritu si le abrimos nuestro corazón por la fidelidad y la humildad. Demos una mirada por las diferentes épocas de nuestra vida, cuando lo hemos recibido con más plenitud, sobre todo esas circunstancias particulares de nuestra vida religiosa, o una donación más plena de nosotras mismas que lo ha atraido especialmente a nosotras. Miremos con humildad y sin desánimo si hemos sido cuidadosas para desarrollar sus dones a nosotras. No, el Espíritu Santo no puede obrar en un alma que no responde a sus inspiraciones con delicada fidelidad, esta fidelidad de todos los instantes a las cosas más pequeñas; nuestra vocación nos pide un desprendimiento entero de nosotras mismas. Vean a los Apóstoles después de la venida del Espíritu Santo, fieles a las palabras de Nuestro Señor: “Vayan a instruir a todos los pueblos,” fueron a extender la fe al universo a pesar de las dificultades, las contradicciones y los tormentos que pasaron, marcando con su sangre las verdades que anunciaban. Y es que, mis queridas Madres e Hijas, no se puede ganar almas sino despojándose de si misma, de sus proprios intereses; elevándose por encima de las miserias y susceptibilidades del amor proprio. Humillémonos por poner tan a menudo nuestros pequeños intereses en el lugar de la gloria del Corazón de Jesús, recordemos lo que la Iglesia tiene el derecho de esperar de nuestra pequeña Sociedad, y es lo que espera en efecto, pues el Soberano Pontífice decía últimamente que “contaba con nosotras.” Oremos con fervor y humildad para que el Espíritu de verdad descienda sobre nosotras y realice en nosotras una “nueva creación.”

(Conferencia 117a, Tomo II, p. 158-159)


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