Reflexión para el Viernes Santo: 2 de abril de 2021 en Caravita

  • Pintura de Bernadette Porter rscj (ENW)
    Pintura de Bernadette Porter rscj (ENW)

¡Cuántas palabras usamos en esta liturgia! Tal vez porque no tenemos al centro el silencioso, dramático y supremo acto de la Eucaristía. En cambio, se nos ofrece la riqueza del siervo sufriente de Isaías, el texto tan fuerte y lleno de matices del evangelio de Juan y oraciones por todos los grupos imaginables, dentro y sobre todo fuera de nuestra iglesia.

De acuerdo al evangelio de Juan, las últimas palabras de Jesús antes de la crucifixión fueron en el huerto de Getsemaní, cuando Jesús dice a los soldados: ‘Yo Soy’. Parece que se ha entregado totalmente a aquello que pueda pasar. Puede que no lo supiera a detalle, pero había sido testigo de crucifixiones. Seguramente debe haber sabido que no había ya escapatoria, y que de alguna manera, aunque en ese momento no sintiera el amor del Padre, estaba siguiendo la voluntad de Dios. Como dijo Tony en la reflexión del domingo pasado, ‘nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte, a menos que primero lo ate.’ Hoy vemos las consecuencias de esta atadura voluntaria: Jesús, Dios con nosotros, elige no tener poder… no porque no tuviera opciones, sino sencillamente porque está siguiendo las consecuencias de su bondad, belleza y verdad.   

¿Cómo encontrar el silencio solemne que merece este día en medio del ritual tan querido y familiar? Detengámonos en una pequeña frase del evangelio: “A los pies de la cruz estaban de pie María, su prima María, la mujer de Cleofás y María de Magdala”. Estas tres mujeres fueron elegidas por Juan, posiblemente porque había muchas otras mujeres que miraban silenciosamente mientras Jesús estaba en la cruz. Es difícil imaginar su angustia, y al mismo tiempo, representan de alguna manera a cada uno de nosotros. Sabemos los horrores de nuestra historia y nuestros tiempos. Hemos estado en lugares de nuestro mundo sumergidos en la oscuridad de la guerra, el hambre, la opresión y la violencia. Caminamos al lado de la madre que mira a su hijo morir por la violencia, la enfermedad, las drogas, el Covid y otros desastres que afectan a nuestro mundo cada día. Sentimos nuestra propia pesadez, nuestra incapacidad para hacer las cosas que deseamos hacer, para ser los cristianos que queremos ser. Cada acto de sufrimiento, cada injusticia, cada dolor por incomprensión o prejuicio, es recogido en la cruz de Jesús. “Él cargó con nuestros dolores”. Trece meses después de la llegada del Covid a Italia, estamos plenamente conscientes del sufrimiento de nuestro mundo actual. Ciento veintisiete millones de personas directamente afectadas, tres millones de muertos; muchos de ellos solos y lejos de su familia y amigos en el último tramo del camino hacia la muerte. 

La congregación de la que formo parte está consagrada a ‘glorificar el Corazón de Jesús’. Decimos en nuestras constituciones que ‘el Corazón traspasado de Jesús nos abre a la profundidad de Dios y al dolor de la humanidad’. ¿Cómo podemos permanecer de pie, como lo hizo María, mirando el corazón traspasado de quien amamos? Esto es ciertamente obra de la gracia. Solamente Dios puede abrir nuestros corazones de modo que podamos compartir con Él los sufrimientos y esperanzas de la humanidad.  Sólo Dios pude darnos la gracia de no desviar la mirada con desánimo, temor o ansiedad ante lo que Dios eligió vivir a través de Jesús. Cada vez que nos abrimos a la conversión, cada vez que permitimos que un poco más del sufrimiento del mundo se introduzca en nuestro pobre ser, estamos ensanchando el espacio de nuestra tienda, devolviendo a Dios algo de lo que nos regaló con la encarnación, muerte y resurrección de su Hijo. Contemplar a Jesús nos da la fortaleza que necesitamos para vivir sus actitudes de humildad, empatía y compasión en nuestras relaciones. Es en la oración, y en la acción, que nos acercamos a Él con todo lo que toca nuestros corazones. Sólo en esta relación justa con Dios, sabiendo que Él es vulnerable ante el dolor y las heridas, podemos soportar mirar las auténticas realidades de nuestro mundo. 

Puede llegarnos la tentación de pensar que este día es sólo un ritual, que al fin y al cabo mañana estaremos entrando en la celebración de la resurrección. Pero este es un mundo real, en el que Dios entra hoy y también mañana. El dolor soportado no se pone en pausa solo porque en un momento dado representemos el final de este drama. No hay vacaciones para el dolor, por mucho que quisiéramos encontrarlas, tanto para nosotros mismos como para los demás. No van a terminar el hambre, la inequidad, la destrucción del medio ambiente, la erosión de los derechos humanos o las relaciones resquebrajadas, a menos que hagamos nuestra parte para superar esos males. Como dijo Santa Teresa de Ávila, Cristo ya no tiene otro cuerpo que el nuestro. La Palabra todopoderosa escuchó nuestra necesidad de que la divinidad se encarnara. Compartió nuestra humanidad, con toda su vulnerabilidad, para que nosotros pudiéramos entrar en la divinidad, ahora y en el futuro. Mientras no podamos compartir mutuamente el dolor y el sufrimiento, no estaremos siendo todo aquello a lo que hemos sido llamados. Pero no hacemos esto solos. Tenemos una Iglesia, congregación, comunidad, familia y amigos con los que podemos compartir la carga del dolor de nuestro mundo. Solamente en esta red de relaciones puede ser compartido el peso. Solo cuando reconocemos que nuestra comunidad no es más que una pequeña parte de la comunidad más amplia del mundo, este mundo desordenado y confuso, tendremos la valentía de escuchar a Dios llamándonos a permanecer en su corazón traspasado, roto por todos nosotros. 

Rowan Williams, en un adelanto de una conferencia que dará en San Pablo dice "Jesús murió de verdad. Entró en el pozo oscuro de nuestra soledad y abandono. Es allí donde Dios sigue actuando. Nada puede alejar a Dios. No es que Dios intervenga para facilitar las cosas, sino que, en todo momento, Dios se está moviendo irresistiblemente en una vida que no se puede apagar".

Bernadette Porter rscj (ENW)

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